viernes, 3 de junio de 2005

Las increibles aventuras de Faloman

Después de dejar en su lugar de entrega los recados que le había dejado en la furgoneta aquella rata de oficina que disfrutaba haciéndole la vida imposible, Falo-man se detuvo un rato al arrullo del agua de una alcantarilla en el centro más turístico y degradado de aquella maldita ciudad. Los hombres se alejaban de él al pasar, mientras una banda de chicas de bolso y otrora buen ver se acercaba al olor a merluza rancia que despedía, pensando en las posibilidades de negocio que ello implicaba. En ese momento maldijo las circunstancias que le habían llevado a convertirse en el más cutre superhéroe. Pero él seguía convencido de que un día salvaría a la humanidad. Bueno, a la mitad de ella, a la otra mitad la odiaba a muerte y ojalá se pudrieran todos en el infierno sin visitas de Virgilio y compañía ni nada. Ese sería un gran día y todas las miserias que soportaba habrían valido entonces la pena.

La mala estrella quiso que su padre fuera farero y su mejor amigo de juventud, chino. Una tarde de verano, sentados en el parque de aquel pueblecito costero del Sur, sus amigos comían pipas aburridos y las palomas se apelotonaban al rumor de las cáscaras en el suelo. Fue entonces cuando el perro de la Señora Engracia, aquel enorme pastor alemán, entró corriendo en la nube de aladas alimañas para espantarlas. Una y otra vez, embistiendo el aire sin parar. Ahí, nuestro héroe vio la oportunidad de sacar a relucir su entusiasta y poco bien ponderado arte del toreo. Pañuelo moquero en mano, lucía sus mejores chicuelinas y pases de pecho ante aquel mihura ladrador de invisibles y puntiagudas astas. Su mejor amigo, henchido de furor sureño y acento oriental, empezó a gritar a los cuatro vientos: "¡ELES EL MÁS GLANDE!¡VIVA EL NIÑO DEL FALO!". Demasiados amigos alrededor con tanta coña como buena memoria. Demasiados, digo, como para que no naciese en aquel momento la leyenda de Falo-man...

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