lunes, 14 de marzo de 2011

1986

Durante los 12 primeros años de mi vida había dormido siempre a oscuras. Bueno, no exactamente. En mi periplo por varias casas (a los 12 años llevaba 5... ahora a mis 36 ya voy por 17...) siempre tuve habitaciones  que daban a patios interiores, desde donde no entraba luz alguna, por lo que solía dormir con alguna bombilla encendida para combatir la horda de monstruos que por las noches acechaban amenazantes en la sombra para matarme. Pero jamás llegaba atisbo alguno de vida desde el exterior.

Sin embargo, cuando cumplí 12 años trasladaron de nuevo a mi padre. Llegamos por primera vez a una ciudad de tamaño medio, tras dos pueblos y dos villas en nuestro nómada haber. También por primera vez mi habitación daba a una calle amplia, transitada de día, tranquila de noche... pero llena de luces. Me encantaba dormir entonces con tres o cuatro rendijas abiertas, por las cuales entraba esa luz anaranjada que dan esas farolas que semejan el cañón de rayo calórico de los marcianos en La Guerra de los Mundos. Yo imaginaba que aquellas pequeñas motas de luz sobre la estantería de los libros eran en realidad pequeños croquis de ciudades modernas, llenas de rascacielos. En esos rascacielos bosquejados en la pared vivía gente como yo y ellos también tenían sus edificios reflejados en la pared de su habitación. Quizás en alguno de ellos me imaginaban viviendo a mi. La modernidad lo inundaba todo, era fascinante. Desde aquellos días nunca más necesité encender ninguna luz para dormir. Por primera vez, no estaba solo en mis anocheceres.

Era el verano de 1986 y todo era bonito.

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